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1924 Presentación y traducción de Juan Nuño
I. Introducción
Pinta Haldane, en su obra Dédalo [1], un
cuadro atractivo del futuro que pudiera sobrevenir si acaso los
descubrimientos científicos son utilizados para promover la humana
felicidad. Por mucho que me agradase coincidir con semejante predicción,
mi larga experiencia [2]
con estadistas y con gobiernos me ha tornado algo escéptico. He llegado
a temer que la ciencia sea utilizada para promover el poder de los
grupos dominantes, en vez de buscar la dicha y prosperidad de los
hombres.
Habiendo enseñado Dédalo a volar a su hijo Ícaro,
pereció éste por culpa de su imprudencia. Mucho me temo que pueda
aguardarles la misma suerte a los conglomerados humanos a los que los
científicos de hoy han enseñado a volar. En las páginas que siguen se
exponen algunos de los peligros inherentes al progreso científico
mientras subsistan las actuales instituciones políticas y económicas.
Apenas si puede esbozarse en sus aspectos
esenciales tan vasto tema en un espacio tan limitado. El mundo en que
vivimos ya nada tiene que ver con los tiempos de Maricastaña y la
diferencia entre ambos débese principalmente al desarrollo de la
ciencia. Es una forma de decir que la diferencia podría ser bastante
menor si se exceptúan unos cuantos descubrimientos, pero es el resultado
de la forma en que la humana naturaleza ha llevado a cabo sus
descubrimientos. Los cambios introducidos han sido en parte buenos y en
parte malos, pero el que, a la larga, pruebe la ciencia haber sido una
bendición o una maldición para el género humano es algo que, a mi
entender, aún está por verse.
La ciencia puede afectar a la vida humana de dos
maneras diferentes. Por una parte, sin llegar a cambiar las pasiones del
hombre o su perspectiva en general, pudiera aumentar el poder que éste
posee para satisfacer sus deseos. Por otra parte, sus efectos pueden
actuar sobre la imaginaria concepción del mundo que el hombre posea,
esto es, la tecnología o la filosofía aceptadas en la práctica. Este
último aspecto daría pie a un estudio fascinante, pero lo voy a ignorar
casi totalmente a fin de poder restringir el tema a proporciones más
manejables. Por lo tanto, me limitaré en lo posible al efecto que posee
la ciencia para capacitarnos más libremente en la satisfacción de
nuestras pasiones, algo que hasta el presente es de la mayor
importancia.
Desde nuestro punto de vista, pueden dividirse las ciencias en tres grupos: ciencias físicas, biológicas y antropológicas [3].
En el grupo físico incluyo a la química y, en términos generales, a
cualquier ciencia que se relacione con las propiedades de la materia, a
excepción de la vida. Incluyo en el grupo de ciencias antropológicas
cuanto estudio se relacione específicamente con el hombre: fisiología y
psicología humanas (entre las cuales resulta imposible trazar una
frontera definida), antropología, historia, sociología y economía. Todos
estos estudios tienen en común que pueden entenderse mejor a partir de
consideraciones extraídas del campo de la biología [4];
así, por ejemplo, Rivers ha esclarecido ciertos aspectos de la economía
al manejar datos relativos a la posesión de la tierra que practican
ciertos pájaros durante la temporada de cría. Pero, pese a su relación
con la biología (relación que probablemente irá en aumento conforme pase
el tiempo), son ciencias que se distinguen ampliamente de esa
disciplina por sus métodos y por los datos que manejan, y sólo por eso
merecen ser consideradas aparte, sobre todo en un trabajo de índole
sociológica.
Hasta el presente ha sido mínimo el efecto
producido por las ciencias biológicas. Qué duda cabe de que tanto el
darwinismo como el concepto de evolución influyeron en su día en las
concepciones filosóficas; de ambos salieron argumentos en favor tanto de
la abierta competencia como del nacionalismo. Sin embargo, ése es el
tipo de efecto que me propongo no tomar en consideración. Es probable
que tarde o temprano surjan de estas ciencias muy importantes
consecuencias. Así como el mendelismo puede haber revolucionado la
agricultura, quién quita que alguna teoría similar haga lo mismo en
cualquier momento. La bacteriología puede servirnos para exterminar las
plagas que ocasionan enfermedades. Con el tiempo, el estudio del
mecanismo de la herencia podrá hacer de la genética una ciencia exacta y
quizá podamos más adelante estar en condiciones de determinar a
voluntad el sexo de nuestros hijos, lo que probablemente nos llevaría a
un exceso de varones, situación que significaría un vuelco completo en
las instituciones familiares. Sólo que semejantes especulaciones
pertenecen al futuro. Repito que no me propongo tratar acerca de los
posibles efectos que en el futuro tenga la biología, en parte porque mi
conocimiento de esta ciencia es muy limitado, pero también porque este
punto ha sido admirablemente trabajado por Haldane.
De las ciencias antropológicas podríamos, a priori,
haber esperado que produjeran mayores efectos en el orden social, pero
hasta el momento no ha sido así, en parte porque han quedado como
detenidas en la fase temprana de su desarrollo. Incluso la economía
sigue sin alcanzar las consecuencias esperadas y donde parece haberlo
logrado, débese a que ha propugnado lo que por lo demás se deseaba que
sucediera. Hasta el presente, la más efectiva de las ciencias
antropológicas ha sido la medicina, por su influencia en los programas
de salubridad y salud pública, así como por el hecho. de haber
descubierto la forma de tratar la malaria y la fiebre amarilla. Dentro
de esta categoría, juega también un papel relevante el control de
natalidad. Pero aunque las futuras consecuencias de las ciencias
antropológicas (a las que volveré de inmediato) son ilimitadas, su
efecto hasta el presente ha quedado confinado en muy estrechos límites.
De entrada, una observación de carácter general. La
ciencia ha aumentado el control del hombre sobre la naturaleza, de
donde pudiera inferirse que ello se va a traducir en un aumento
proporcional de bienestar y mejoras. Así sería, en efecto, si los
hombres fueran seres racionales, pero el hecho es que todos son un
manojo de instintos y pasiones. Cualquier especie animal situada en un
entorno estable, si no se extingue, llega a adquirir un perfecto
equilibrio entre sus pasiones y las condiciones circundantes de vida. Si
súbitamente cambian las condiciones, se altera ese equilibrio. En su
estado natural, a los lobos les resulta difícil conseguir alimento, por
lo que precisan del estímulo de una persistente voracidad. El resultado
es que sus descendientes, los perros domésticos, comen en demasía si se
les deja hacerlo. Cuando es útil determinada cantidad de algo y
disminuye la dificultad por obtenerlo, por lo general, el instinto
conduce a un animal a excederse en su nueva circunstancia. El súbito
cambio que ha producido la ciencia ha alterado el equilibrio entre
nuestros instintos y nuestras condiciones de vida, pero lo ha hecho en
direcciones no suficientemente advertidas. La sobrealimentación no es un
serio peligro, pero sí lo es la sobrelucha. Los instintos humanos de
poder y rivalidad han de ser dominados, si es que el industrialismo
quiere tener éxito, de modo similar a como se domina el apetito lobuno
de los perros.
II. Efectos derivados de las ciencias físicas
La mayor parte de los cambios que ha introducido la
ciencia en la vida social débense a las ciencias físicas, lo que
resulta evidente si se piensa que son las que produjeron la revolución
industrial. Es un tópico trillado acerca del cual sólo me explayaré en
la medida en que el tema lo permita; existen, sin embargo, algunos
aspectos que conviene subrayar.
En primer lugar, aún le queda al industrialismo por
conquistar grandes extensiones del globo terráqueo, ya que tanto Rusia
como la India están muy imperfectamente industrializadas; la China ,
nada en absoluto, y en Suramérica, aún hay lugar para un inmenso
desarrollo. Uno de los efectos del industrialismo es el de unificar
económicamente al mundo; sus últimas consecuencias se deberán
grandemente a este hecho. Pero antes de que el mundo esté organizado en
efecto como tal unidad, será probablemente necesario desarrollar
industrialmente todas las regiones capaces de hacerlo, pero que en la
actualidad se encuentran atrasadas. Conforme se generaliza y extiende el
industrialismo.' cambian sus efectos, y esto es algo que conviene
recordar cada vez que se quiera tratar la transición del pasado al
futuro.
El segundo punto acerca del industrialismo es que
aumenta la productividad laboral, con lo que permite que cada vez
existan más bien superfluos. Al comienzo, en Inglaterra, el principal
lujo permitido fue que aumentara la población, aunque en realidad se
mantuviera bajo el nivel de vida. Sobrevino luego un período de bonanza
en que se aumentaron los salarios, disminuyeron las horas de trabajo y,
al mismo tiempo, prosperó la clase media. Ello sucedió mientras todavía
Gran Bretaña era una potencia. Al desarrollarse el industrialismo
extranjero, comenzó una nueva época. Raras veces han logrado las
organizaciones industriales desarrollarse a escala mundial, por lo que
se han hecho eminentemente nacionales. Y así, la competencia que antes
se entablaba entre empresas individuales, ahora se establece entre
naciones, por lo que se lleva a cabo mediante métodos totalmente
distintos a los considerados por los economistas clásicos.
El industrialismo moderno es una lucha entre
naciones por el logro de dos objetivos: mercados y materias primas,
aparte del puro placer derivado del hecho de dominar. El trabajo que
queda libre como consecuencia de haber cubierto las necesidades
primordiales tiende cada vez más a ser absorbido por las rivalidades
nacionales. En primer lugar, las fuerzas armadas de cada país; le
siguen, a continuación, los traficantes de armas, desde la materia prima
hasta el producto acabado; también los servicios diplomáticos y
consulares, así como los maestros que dan lecciones de patriotismo y,
por último, la prensa. Claro que todos ellos también desempeñan otras
funciones, pero su principal objetivo es alimentar la competencia
internacional. A ello debemos agregar una considerable proporción de
científicos, en tanto un grupo más cuyas tareas se encaminan al mismo
fin. Son los hombres que se la pasan inventando métodos cada vez más
elaborados para el ataque y la defensa. El resultado neto de sus
desvelos es el de reducir la proporción de población que puede ser
enviada a primera línea por ser mucho más necesaria en la producción de
armamento, lo que a primera vista parecer una bendición, aunque hay que
tener en cuenta que en nuestros días la guerra está dirigida
primordialmente contra la población civil, por lo que en cualquier país
derrotado los civiles sufrirán tanto o más que los propios
soldados [5].
Fundamentalmente, es la ciencia la que ha
determinado la importancia que tienen las materias p rimas en el cuadro
de la competencia internacional. Especialmente, carbón¡ hierro y
petróleo, que constituyen el principio del poder y, por consiguiente, de
la riqueza. La nación que los posea y que disponga también de la
capacidad industrial para emplearlos en la guerra, estará en condiciones
de apoderarse de mercados por medio de sus ejércitos, así como - de
imponer fuertes tributos a las naciones menos afortunadas. Los
economistas han subestimado el papel que desempeñan las hazañas bélicas
en la adquisición de riqueza. Las viejas aristocracias europeas fueron,
en sus orígenes, invasores guerreros. Su derrota a manos de la burguesía
surgida de la Revolución Francesa , así como el temor que tal suceso le
inspirara al duque de Wellington, sirvieron para propiciar el
surgimiento de la clase media. Las guerras del siglo XVIII ayudaron a
hacer de Inglaterra un país más rico que Francia. Las normas
establecidas por los economistas clásicos acerca de la distribución de
la riqueza son válidas en el caso de que las acciones humanas se ajusten
a leyes, es decir, cuando a la mayoría de la gente no le importen los
resultados. Pero aquellos resultados que los pueblos han considerado
vitales para sus intereses han sido todos decididos mediante guerras
civiles o guerras entre Estados. Y en la actualidad, gracias a la
ciencia, el arte de la guerra consiste en la posesión del carbón, el
hierro, el petróleo y la capacidad industrial para aprovecharlos. Por
razones de simplificación, omito otro tipo de materias primas, puesto
que no afectan en nada el fondo del problema.
Podemos, por consiguiente, afirmar, en términos
generales, que la humanidad ha utilizado el aumento de productividad,
consecuencia de la ciencia, en tres principales propósitos, en este
orden: en primer lugar, en aumentar la población; luego, en elevar el
nivel de la calidad de vida, y por último, en dedicar más energías a la
guerra. El último aspecto ha sido puesto de manifiesto en la competencia
desatada por obtener mercados, que a su vez ha llevado a la competencia
por apoderarse de las materias primas, especialmente las que sirven
para fabricar armas.
III. Aumento de la organización
El estímulo que en los últimos tiempos ha recibido el nacionalismo débese en buena medida al aumento de organización [6],
lo que viene a constituir la verdadera esencia del industrialismo.
Siempre que se requiera un capital fijo importante, se necesitará
ciertamente una organización de gran envergadura. También la
organización es factor de considerable importancia en el tipo de
economía que desarrolla una producción en gran escala. Para determinados
propósitos, si no para todos, muchas de las industrias tienden a
organizarse nacionalmente, en forma tal que llegan a ser grandes
negocios de un solo país.
La ciencia, por su parte, no sólo ha traído consigo
la exigencia de una gran organización, sino también la posibilidad
técnica de su existencia. Sin ferrocarriles, telégrafos y teléfono, se
dificultaría muchísimo el control a partir de un centro de operaciones.
En los antiguos imperios, y hasta tiempos recientes en China, las
provincias eran gobernadas en la práctica por sátrapas o procónsules,
los cuales, aunque nombrados por el gobierno central, tenían amplio
poder de decisión en la mayoría de las cuestiones de la administración.
En caso de que llegaran a disgustar al soberano, sólo cabía intentar
controlarlos mediante la fuerza, surgiendo una guerra civil cuyos
resultados siempre eran difíciles de predecir. Hasta el invento del
telégrafo, poseían los embajadores un alto grado de independencia, ya
que en muchas ocasiones se veían obligados a actuar sin poder esperar a
recibir órdenes procedentes de su país. Lo que comenzó a aplicarse en la
política terminó aplicándose a los negocios: una organización
controlada desde el centro operacional debía poseer suficiente
flexibilidad como para permitir una relativa autonomía a muchos de sus
subordinados. Pero tanto la opinión como la acción son difícilmente
moldeables a partir de un centro, por lo que las variaciones locales
venían a alterar la uniformidad de las doctrinas impartidas.
Todo esto ha cambiado en nuestros días. Tanto el
telégrafo como el teléfono y la comunicación inalámbrica permiten
transmitir fácilmente órdenes a partir de un centro operacional. Los
ferrocarriles y los vapores facilitan asimismo el transporte de tropas
en caso de que esas órdenes fueran desobedecidas. Los modernos métodos
de impresión y publicidad hacen que resulte muchísimo más económico
producir y distribuir un periódico de gran circulación en lugar de
muchos con circulación limitada, por lo que, respecto del control de la
opinión a través de la prensa, puede decirse que existe una gran
uniformidad, sobre todo en lo atinente a las informaciones. La educación
básica, con excepción de las variantes religiosas, llévase a efecto a
partir de normas impartidas por el Estado, mediante maestros preparados
por ese Estado con el fin de que, en la medida de lo posible, imiten la
regularidad y mutua semejanza que poseen las máquinas que sirven para
una producción uniforme. En esa forma, han aumentado pari passu
las condiciones materiales y psicológicas que posibilitan una mayor
organización, por más que el fundamento de todo este desarrollo sea la
inventiva científica aplicada al dominio de lo meramente físico. El
incremento de la productividad ha desempeñado su parte, al permitir
disponer de más mano de obra destinada a labores de propaganda, sección
que incluye la publicidad, el cine, la prensa, la educación, la política
y la religión. La radio es un nuevo método muy apropiado para un
espectacular avance tan pronto como la gente se convenza de que no es
mera propaganda.
Como ha puesto de manifiesto Graham Wallas, los
enfrentamientos o controversias de naturaleza política deberían llevarse
a cabo en términos cuantitativos. Tal sería el caso si la sociología
fuera una de las disciplinas que tienen influencia en las instituciones
sociales, cosa que no sucede. La actual disputa entre anarquismo y
burocracia tiende a presentarse como una lucha entre dos concepciones,
una de las cuales sostiene que no necesitamos ningún tipo de
organización, mientras la otra propugna mayor cantidad de organización.
Quien esté imbuido del espíritu científico apenas si se molesta en tomar
en cuenta semejantes posturas extremas. Hay quienes consideran que,
desde el punto de vista de la salud, las habitaciones están demasiado
calientes mientras que otros siempre sostendrán que están demasiado
frías. Si se tratara de una cuestión política, existiría un partido que
mantendría que la mejor temperatura es el cero absoluto y otro que
afirmaría que lo es la temperatura de fusión del hierro. A quienes
trataran de mantener una posición intermedia se les acusaría de ser unos
timoratos y vulgares oportunistas, agentes disfrazados del otro bando,
personas que sólo han arruinado el entusiasmo de una causa sagrada por
echar mano de tímidos llamados a la razón y al sentido común. Cualquiera
que tuviera valor suficiente para decir que las habitaciones no
deberían estar ni muy calientes ni muy frías, sería denostado por los
dos partidos en pugna y muy probablemente fusilado en tierra de nadie.
Es posible que algún día los políticos lleguen a ser seres racionales,
pero por los momentos no hay ni la más leve indicación de que su
conducta vaya en esa dirección.
Para un espíritu racional, la cuestión no es si
necesitamos o no necesitamos organización, sino cuánta organización se
requiere, dónde, cuándo y qué tipo de organización. A pesar de cierta
tendencia al anarquismo, estoy convencido de que el mundo industrial no
podrá mantenerse frente a sus propias fuerzas destructoras si no genera
mucha más organización de la que actualmente posee. Lo que crea las
dificultades no es la cantidad de organización, sino su naturaleza y
propósito. Pero antes de enfrentamos a ese punto, detengámonos un
instante para preguntarnos cuál es la medida de la intensidad de
organización que presenta una sociedad determinada.
Los actos humanos son, en parte, determinados por
impulsos espontáneos y, en parte, por las consecuencias conscientes o
inconscientes de pertenecer a determinado grupo social. Las acciones de
una persona que trabaje, por ejemplo, en una compañía de ferrocarril o
en una mina son totalmente determinadas por quienes dirigen el trabajo
colectivo del que esa persona forma parte. Aun cuando decida ir a la
huelga, su acto no es individual, sino que está determinado por el
respectivo sindicato. Cuando ejerce el derecho al voto, ya las
instancias superiores del partido han limitado su campo de elección a
uno de entre dos o tres candidatos, y la propaganda del partido le ha
inducido a aceptar in toto uno de los dos o tres paquetes de
opiniones que constituyen el programa electoral. Puede que su elección
entre un partido u otro sea individual, aunque también pudiera estar
determinada por la acción de determinado grupo, como, por ejemplo, el
sindicato que apoye en conjunto a uno de los partidos en pugna. Lo que
lea en los periódicos lo expone a los efectos de fuerzas muy bien
organizadas; igual le sucede con lo que vea en el cine, si es que va al
cine. Es probable que sea espontánea su elección de mujer, exceptuando
el hecho de que tiene que elegirla entre las de su misma clase social.
Pero donde se encuentra totalmente impotente es en el aspecto relativo a
la educación de sus hijos: tendrán la educación que se les proporcione.
En esta forma, la organización determina muchos aspectos vitales de la
existencia de este hombre. Compáresele CM un artesano o un propietario
rural que no sepa leer y por consiguiente no eduque a sus hijos, y se
verá claramente lo que se quiere decir cuando se afirma que el
industrialismo ha aumentado la intensidad de organización. Pienso que, a
a fin de definir semejante término, hay que excluir las consecuencias
inconscientes de los grupos sociales, a menos que se las tome como
causas que posibilitan la aparición de efectos conscientes. Podemos
definir entonces la intensidad de organización a que se ve sometido
determinado individuo como la proporción de sus actos que es determinada
por órdenes o consejos procedentes de algún grupo social y que se
expresan mediante una toma democrática de decisiones o mediante la
acción de funcionarios ejecutivos. Puede también definirse la intensidad
de organización en una sociedad como la intensidad de organización
promedio existente entre sus diversos miembros.
No sólo aumenta la intensidad de organización
cuando alguien pertenece a mayor número de grupos, sino también cuando
las organizaciones a las que ya se pertenece adquieren una mayor
participación en la vida de un individuo, como sucede, por ejemplo, con
el Estado, que desempeña un papel más importante en tiempo de guerra que
en la paz.
Otro aspecto que es menester considerar
cuantitativamente es el relativo al grado de democracia, oligarquía o
monarquía que existe en una organización. Ninguna organización se
encuadra nítidamente en uno de los tres tipos mencionados. Han de
existir en ella funcionarios ejecutivos que a menudo sean capaces de
tomar decisiones en la práctica, por más que en teoría no deban hacerlo.
Y aun en el caso de que su poder dependa de la persuasión, puede llegar
a controlar tan completamente la correspondiente imagen pública que
siempre están en condiciones de poder contar con una mayoría. Por
ejemplo, los directores de una compañía de ferrocarril están libres de
cualquier control por parte de los accionistas de la misma, para todos
los efectos y propósitos; los accionistas no tienen posibilidad alguna
de organizar una oposición, aun en el caso de que desearan hacerlo. En
Norteamérica un presidente de una compañía ferrocarrilera es casi un
monarca. Aunque en la política partidista el poder de los dirigentes
depende de la persuasión, no deja de aumentar continuamente desde el
momento en que la propaganda impresa se hace cada día más importante.
Por tales razones, aun cuando aumenta la democracia formal, el grado
real de control democrático tiende a disminuir, excepto en las pocas
cuestiones que despiertan las pasiones populares.
Resultado de semejante estado de cosas es que, a
consecuencia de los inventos científico! que facilitan la centralización
y la propaganda, los grupos se hacen cada vez más organizados, más
disciplinados, más conscientes de su papel y más dóciles ante los
dirigentes. Ha aumentado la influencia de éstos sobre sus seguidores,
por lo que resulta cada vez más evidente el control de la situación en
manos de unas pocas y prominentes personalidades.
No habría en todo esto nada demasiado trágico a no
ser por el hecho, con el cual nada tiene que ver la ciencia, de que esa
organización es casi enteramente nacional. Si los hombres, como suponían
los economistas clásicos, actuaran por amor a los beneficios, tal no
sería el caso: las mismas causas que han permitido la creación de
empresas nacionales posibilitarían la constitución de empresas
internacionales. Es algo que ha ocurrido en algunos casos, pero no en
una escala lo suficientemente amplia como para afectar vitalmente ni la
política ni la economía. En el caso de la mayoría de las personas
adineradas y enérgicas, la rivalidad es un motivo más poderoso que el
amor al dinero. Pero para que la rivalidad triunfe se requiere la
organización de In fuerzas que entran en pugna; en un negocio como el
petróleo, por ejemplo, la tendencia es a organizarse en dos grupos
rivales que entre ambos se repartan el mundo. Pero esa fusión de
intereses acabaría con el placer del juego. Pudiera afirmarse que el
objetivo de un equipo de fútbol es marcar goles. Si se fusionaran dos
equipos rivales y manejaran el balón alternativamente, no cabe ninguna
duda de que se anotarían más goles. Y sin embargo, a nadie se le ocurre
proponerlo, ya que el objetivo de un equipo de fútbol no el hacer goles,
sino ganar. En forma semejante, el objetivo de una gran empresa no es
hacer dinero, sino ganar en su pelea con alguna otra empresa [7].
Si no existieran empresas que derrotar, todo el trabajo resultaría de
lo más aburrido. Semejante rivalidad se ha unido con el nacionalismo,
con lo que ha ganado el apoyo de los ciudadanos comunes y corrientes de
los países interesados; rara vez saben lo que están apoyando, pero al
igual que los espectadores de un juego de fútbol, se entusiasman con su
equipo. El daño que producen la ciencia y el industrialismo se debe por
entero al hecho de que, aunque hayan probado ambos que poseen suficiente
vigor como para crear una organización nacional de fuerzas
económicas, no han probado tenerla para constituir una organización
internacional. Resulta evidente que el internacionalismo político, tal
como se supo que iba a establecerlo la Sociedad de las Naciones, jamás
tendrá éxito a menos de que exista el internacionalismo económico [8],
el cual exigiría, como mínimo, el acuerdo entre diversas organizaciones
internacionales para repartirse entre ellas materias primas y mercados
mundiales. Sin embargo, esto es algo que no podrá llevarse a cabo
mientras los grandes negocios se encuentren controlados por hombres que
son tan ricos como para haberse hecho indiferentes al dinero y que lo
que quieren es arriesgar enormes pérdidas por el mero placer de la
rivalidad.
Como consecuencia del aumento de organización en el
mundo moderno, resultan absolutamente inaplicables los ideales del
liberalismo. Desde Montesquieu al Presidente Wilson, suponía el
liberalismo que existía un número de individuos o grupos que entre sí no
presentaban diferencias tan importantes como para que estuvieran
dispuestos a morir antes que Regar a algún acuerdo. Lo que se suponía es
que iba a haber una libre competencia, tanto entre los individuos como
entre las ideas. Sin embargo, la experiencia ha enseñado que el sistema
económico existente es incompatible con toda forma de libre competencia,
excepto cuando se trata de Estados que compiten entre sí por medio de
las armas. En lo que a mí respecta, mucho me agradaría preservar la
libre competencia en el terreno de las ideas, por más que no entre
grupos e individuos, pero eso es algo que sólo resulta posible si se
echa mano de lo que un liberal clásico consideraría como interferencia a
la libertad personal. Mientras las fuentes del poder económico
permanezcan en manos de los particulares, no habrá libertad alguna
excepto para los pocos que controlan esas fuentes.
Aquellos ideales liberales del libre comercio, la
prensa libre y la educación sin cortapisas, o bien pertenecen al pasado o
lo harán en breve tiempo. En Inglaterra, uno de los triunfos del
liberalismo clásico fue el establecimiento del control parlamentario
sobre el ejército; tal fue el casus belli de la Guerra Civil , y
es algo que quedó zanjado por la Revolución de 1688. Resultó efectivo
mientras el Parlamento representaba a la misma clase de la que procedían
los oficiales del ejército. Todavía sucedió así con el anterior
Parlamento, pero bien puede dejar de funcionar con la llegada al poder
de un gobierno laborista. Rusia, Hungría, Italia, España y Baviera han
probado en fecha reciente cuán frágil puede resultar la democracia
[9]; al
este del Rhin, sólo permanece en regiones aisladas. Por consiguiente, ha
de considerarse que ese control constitucional sobre las armas es otro
principio liberal que rápidamente declina.
Parecería probable que en los próximos cincuenta
años o menos veamos un aumento aún mayor del poder gubernamental, así
como una tendencia a que los gobiernos sean quienes controlen a su
antojo armas y materias primas. En los países occidentales todavía
subsistirán formas democráticas, ya que quienes poseen el poder militar y
económico pueden perfectamente controlar la educación y la prensa y,
por lo tanto, asegurarse una democracia sumisa y complaciente. Es
posible que los grupos económicos rivales sigan asociándose con las
naciones rivales, de modo tal que puedan acicatear el nacionalismo para
así reclutar mejor sus equipos de fútbol.
Existe, no obstante, un elemento esperanzador en
semejante cuadro. El planeta es de dimensiones finitas, mientras que no
dejan de crecer continuamente, a través de los nuevos descubrimientos
científicos, las dimensiones de las organizaciones a fin de alcanzar su
máxima eficiencia. Cada día se convierte más el mundo en una unidad
económica. No pasará mucho tiempo antes de que estén dadas las
condiciones técnicas para que se organice como un todo en una sola
unidad de producción y consumo. Si para cuando tal suceda, dos grupos
rivales se disputan el dominio del mundo [10],
el vencedor podrá introducir esa única organización de alcance mundial
de la que se precisa a fin de prevenir el mutuo exterminio de las
naciones civilizadas. Al principio, el mundo que así resulte será muy
diferente del que soñaron liberales y socialistas, pero conforme pase el
tiempo ira pareciendo menos distinto. En una primera época, habrá una
tiranía económica y política de los vencedores, acompañada de la amenaza
de nuevas sublevaciones, y por consiguiente, de la drástica supresión
de la libertad. Pero si se reprime con éxito la primera media docena de
rebeliones, los derrotados abandonarán toda esperanza y aceptarán el
puesto subordinado que les asignen los vencedores en la gran corporación
mundial. Tan pronto como los que detenten el poder se sientan seguros,
se tornarán menos tiránicos y enérgicos. Eliminados los motivos de
rivalidad, no trabajarán con tanto ahínco como lo hacen ahora, por lo
que dejarán de exigir que los subordinados trabajen hasta el
agotamiento. Al principio, la vida puede ser bien desagradable, pero al
menos será posible, lo que ya es bastante para avalar un sistema tras un
largo período de guerras. Dada una organización estable
económico-política y de alcance mundial, aun si al principio sólo se
apoya en la fuerza armada, irán desapareciendo gradualmente los males
que ahora amenazan a la civilización, llegando a ser posible el
establecimiento de una democracia más acabada de la que ahora existe.
Creo que, a causa de la locura humana, el gobierno mundial sólo podrá
establecerse por la fuerza, por lo que en un primer tiempo será cruel y
despótico. Pero creo también que se trata de algo necesario si se quiere
preservar una civilización de tipo científico; una vez logrado lo cual,
se dará gradualmente paso a las restantes condiciones que hacen
tolerable la existencia.
IV. Ciencias antropológicas
Algo queda por decir de los efectos que tendrán en
el futuro las ciencias antropológicas. Trátase de un tema conjetural en
extremo, desde el momento en que ignoramos los descubrimientos que
puedan hacerse; puede que los efectos sean superiores a los que estamos
en capacidad de imaginar, ya que se trata de ciencias que aún se
encuentran en su infancia. Presentaré, no obstante, un par de puntos
desde los cuales pueda intentarse formular algunas conjeturas. En modo
alguno pretendo aparecer como profetizando nada: me limito únicamente a
sugerir posibilidades que podría resultar instructivo considerar.
El control de natalidad es un tema de la mayor
importancia, sobre todo en lo que se relaciona con la posibilidad de un
tipo de gobierno mundial, que difícilmente sería estable si unas
naciones se dedican a aumentar su población más rápidamente que otras.
En la actualidad, en todos los países civilizados se incrementa el
control de natalidad, aunque algunos gobiernos se sigan oponiendo.
Oposición que, en parte, débese a mera superstición y al afán de
congraciarse con los votantes católicos, pero también al deseo de
disponer de grandes ejércitos y de excedentes de mano de obra con el fin
de poder mantener bajos los salarios. De todos modos, pese a la
oposición oficial, parece probable que la práctica del control de
natalidad nos conduzca a una población estacionaria en la mayoría de las
naciones de raza blanca durante los próximos cincuenta años. Sin
embargo, no existe ninguna seguridad de que se detenga el ritmo de
crecimiento poblacional en ese nivel de estabilidad: pudiera suceder que
comenzara a disminuir la población.
El que haya aumentado la práctica del control de
natalidad es un excelente ejemplo de lo que deberá de ser el
industrialismo, ya que viene a representar una victoria de las pasiones
individuales sobre las colectivas. Desde un punto de vista colectivo,
los franceses aspiran a que Francia esté densamente poblada para así
poder derrotar a sus enemigos en una posible guerra. Pero, en tanto
individuos desean tener familias reducidas, para que aumenten las
herencias y disminuyan los gastos educacionales. Las aspiraciones
individuales han terminado por triunfar sobre las colectivas y aun, en
muchos casos, sobre los mismos escrúpulos religiosos. En éste, como en
muchos otros casos, los deseos individuales le resultan menos
perjudiciales al mundo que los colectivos: la persona que actúa movida
por puro egoísmo causa menos daño que la que lo hace imbuida del
«espíritu de servicio». Desde el momento en que la medicina y la salud
han hecho descender la tasa de mortalidad infantil, las únicas amenazas
al peligro de sobrepoblación que persisten (aparte del control de
natalidad) son la guerra y el hambre. Mientras las cosas se mantengan
así, el mundo tendrá que elegir entre contentarse con una población
estable o acudir a la guerra a fin de producir el hambre general. Este
último procedimiento, que es el que favorecen los opositores del control
de natalidad, fue el adoptado a gran escala a partir de 1916; resulta,
no obstante, algo exagerado.
Necesitamos un determinado número de cabezas de
ganado vacuno y lanar y procedemos a tomar medidas que aseguren el
número deseado. Si actuáramos con el ganado con la misma indiferencia
con que actuamos con los seres humanos, produciríamos en demasía y luego
dejaríamos que el excedente muriera de enfermedades y mala
alimentación. No hay la menor duda de que los campesinos considerarían
extravagante semejante política y que los humanitaristas la denunciarían
por cruel. Pero cuando se trata de seres humanos, se los deja a su
libre desarrollo, procediendo a hacer confiscar por la policía las obras
que propongan lo contrario, sobre todo si lo hacen de manera
inteligible para las personas afectadas.
No obstante, menester es admitir que existen
riesgos. No ha de pasar mucho tiempo sin que la población comience
realmente a disminuir. Es algo que ya ha empezado a suceder en los
sectores más inteligentes de las naciones más avanzadas; la oposición
oficial a la propaganda en favor del control de natalidad le proporciona
una ventaja ideológica al cretinismo, puesto que es a los más estúpidos
a los que los gobiernos logran mantener en la peor de las ignorancias.
Antes de que transcurra mucho tiempo, el control de natalidad será
práctica universal entre las poblaciones de raza blanca; no servirá para
deteriorar su calidad, sino únicamente para disminuir el número, en un
momento en que las razas sin civilizar siguen siendo harto prolíficas,
además de verse preservadas de una elevada mortalidad por los beneficios
que les aporta la ciencia de los blancos.
Semejante situación creará una tendencia -ya
manifestada en Francia- a emplear cada vez más razas prolíficas como
mercenarios. Los gobiernos se opondrán a que se divulgue el control de
natalidad entre los africanos por miedo a perder sus fuentes de
reclutamiento. El resultado se traducirá en una inmensa inferioridad
numérica de los blancos que podría desembocar en su exterminio a
consecuencia de alguna sublevación por parte de los mercenarios
utilizados. Pero sí llegara a establecerse un gobierno mundial, éste se
daría cuenta de cuán conveniente resulta lograr que las razas sometidas
sean también menos prolíficas, con lo que se le permitiría a la
humanidad resolver la cuestión poblacional. He ahí una razón más para
desear el establecimiento de ese gobierno mundial.
Si pasamos de la cantidad a la calidad de la
población, toparemos con la cuestión eugenética. Podríamos aceptar que,
en la medida en que la gente se tome menos supersticiosa, los gobiernos
adquirirán el derecho a esterilizar a quienes no se considere que son
progenitores deseables. Semejante recurso sería utilizado, en primer
lugar, para disminuir la imbecilidad, propósito de lo más laudable,
aunque es probable que, con el tiempo, se confundiera la oposición al
gobierno con la imbecilidad, con lo que se esterilizaría a cualquiera
que se rebelara contra algo. En ese proceso de esterilización, se
incluiría a los epilépticos, a los tuberculosos, a los dipsómanos y
similares; a la postre, la tendencia sería a incluir a cualquiera que no
aprobara los más elementales exámenes escolares. Como resultado, es
evidente que se lograría aumentar el promedio de inteligencia que, a la
larga, recibiría un fuerte impulso. Sólo que sería muy probable que el
efecto sobre la verdadera inteligencia resultara catastrófico. Mr.
Micawber, que fue el padre de Dickens, difícilmente hubiera sido
considerado un progenitor conveniente. Ignoro cuántos imbéciles habría
que tomar en cuenta para dar la medida de un Dickens.
Desde luego que, en un futuro más lejano, la
eugenética ofrece posibilidades más ambiciosas. Podría estar dirigida no
sólo a la eliminación de los tipos humanos indeseables, sino al
incremento de los deseables. Habría que cambiar las reglas de moralidad a
fin de permitir que un mismo hombre fuera progenitor de una vasta
descendencia habida con diferentes madres. Cuando se enfrenten los
científicos a semejante posibilidad, pudieran ser víctimas de una
falacia muy corriente en otros campos y que consiste en creer que una
reforma propuesta por científicos ha de ser por éstos a la medida de sus
deseos. De forma semejante, las mujeres que propugnaron el voto para la
mujer solían imaginar que las votantes femeninas del futuro se
parecerían a las ardorosas feministas que conquistaron el derecho al
voto; así como los dirigentes socialistas tienden a imaginar que un
Estado socialista estaría administrado por reformadores idealistas
similares a ellos. Por supuesto que se trata de espejismos: una vez
lograda, cualquier reforma pasa a ser manejada por el ciudadano
promedio. Por lo mismo, si acaso la eugenética alcanzare el nivel que le
permitiera aumentar el tipo de hombre deseado, no serían los tipos que
actualmente desean los genetistas los que aumentarían, sino más bien los
tipos que deseasen los funcionarios promedio. De este modo, vendrían a
ser progenitores de la mitad de' la siguiente generación los primeros
ministros, los obispos y, en general, todos aquellos a los que el Estado
considera deseables. No me toca a mí pronunciarme acerca de si eso
significaría una mejora, ya que no albergo la más mínima esperanza de
llegar a obispo o primer ministro.
Si supiéramos lo bastante acerca de la herencia
como para determinar, dentro de ciertos límites, el tipo de población
que tendríamos, la cuestión quedaría desde luego, en manos de los
funcionarios del Estado, que muy probablemente serían unos médicos
viejos. No estoy nada seguro de que el resultado fuese preferible al
obtenido por el procedimiento natural. Sospecho que se dedicarían a
criar una población obsecuente, a gusto de los gobernantes, aunque
incapaz de toda iniciativa. Por más que también pudiera ser que yo soy
demasiado escéptico acerca de la inteligencia de los funcionarios.
Con el tiempo pudieran llegar a ser notables los
efectos de la psicología en la vida diaria. Ya los publicistas
americanos emplean a eminentes psicólogos para que les aleccionen en las
técnicas de producir inclinaciones irracionales en la gente; pudieran
esas mismas personas, una vez que alcancen eficacia suficiente, resultar
muy útiles para persuadir a la democracia de que los gobiernos
sucesivos son todos buenos y prudentes. Y además, por supuesto, están
las pruebas psicológicas de inteligencia, tal y como se aplicaron a los
reclutas del ejército norteamericano durante la pasada guerra. Soy muy
escéptico acerca de la posibilidad de probar nada con tales métodos, a
excepción de la inteligencia promedio, y aun así pienso que, si se
adoptaran a gran escala, probablemente conducirían a clasificar como
retrasados mentales a muchas personas de elevada capacidad artística.
Igual sucedería con algunos de los grandes matemáticos. No es
infrecuente que la gran especialización se acompañe de una incapacidad
general, aspecto que no puede registrar el tipo de pruebas que
recomiendan los psicólogos al gobierno americano.
Aun más sensacional que las pruebas de inteligencia
viene a ser la posibilidad de controlar las emociones por medio de las
secreciones de ciertas glándulas endocrinas. Será posible lograr que
alguien sea colérico o tímido, potente o débil sexual, y así por el
estilo, según se desee en cada caso. Parece que las diferencias de los
estados emotivos débense ante todo a las secreciones de las glándulas
endocrinas, por lo que resultarían controlables con inyecciones o
mediante un aumento o disminución de esas secreciones. Supóngase que se
trata de una sociedad organizada oligárquicamente: entonces, el Estado
podría proporcionar a los descendientes de los que detentan el poder la
capacidad exigida para el mando, mientras que los hijos de los
proletarios sólo recibirían la capacidad exigida para obedecer [11].
De ese modo, la más elocuente de las oratorias socialistas resultaría
impotente ante el poder de las inyecciones de los médicos oficiales. La
única dificultad residiría en cómo lograr el espíritu de sumisión con la
ferocidad necesaria que se habría de tener ante los enemigos de fuera.
Pero no dudo de que la ciencia oficial encontraría la solución.
Sin embargo, al considerar las diversas
consecuencias políticas, no es necesario aceptar ciegamente la
particular teoría de las glándulas endocrinas, la cual, como muchas
otras, podría resultar un fiasco. Lo que sí resulta esencial para
nuestra hipótesis es creer que con el tiempo la fisiología llegará a
encontrar formas de controlar las emociones, algo que difícilmente puede
ponerse en duda. Cuando eso suceda, tendremos las emociones que deseen
los gobernantes, y el propósito principal de la educación primaria será
el de producir la deseada disposición anímica, que ya no se obtendrá ni
por castigos ni por la preceptiva moral, sino por el método mucho más
seguro de las inyecciones o la dieta. Quienes administren un sistema así
poseerán un poder tal como no lo soñaron en su día los jesuitas, aunque
no hay ninguna razón para suponer que habrán de ser más juiciosos que
quienes en la actualidad controlan la educación. El conocimiento
tecnológico no garantiza discernimiento de ánimo, por lo que es muy
probable que los gobernantes del futuro no sean menos estúpidos y menos
prejuiciados que los de hoy día.
V. Conclusión
Pudiera parecer lúgubre y a la vez frívolo en
algunos de mis pronósticos. Concluiré, sin embargo, con la grave lección
que me parece poder extraerse de todo esto.
Suelen pensar los humanos que el progreso
científico tiene necesariamente que ser una bendición para la humanidad,
pero mucho me temo que se trate de otra confortable ilusión del siglo
XIX que nuestra época, bastante más realista, debería descartar. Sirve
la ciencia para que los gobernantes lleven a cabo sus propósitos de
manera más completa y cabal. Si esos propósitos fueran buenos, se
obtendría, algún beneficio, pero si fueran perversos, estaríamos ante
una amenaza. En la época actual, parece que los propósitos de quienes
detentan el poder son fundamentalmente perversos, puesto que tienden en
todo el mundo a eliminar aquello que hasta ahora la gente tenía por
bueno. Por lo tanto, de momento, la ciencia es dañina por cuanto sirve
para aumentar el poder de los gobernantes. La ciencia no reemplaza a la
virtud; para una buena vida es tan necesario el corazón como la cabeza.
Si la conducta de los hombres fuera racional, esto
es, si los hombres actuaran de modo tal que pudieran alcanzar los fines
que se proponen, bastaría con la inteligencia para hacer de este mundo
un paraíso. En general, lo que a la larga resulta ventajoso para unos es
perjudicial para otros. Pero sucede que los hombres se mueven
impulsados por pasiones que alteran su percepción de las cosas: si
sienten el deseo de dañar a alguien, llegan a persuadirse de que redunda
en su beneficio obrar de esa manera. Por consiguiente, no obran de modo
tal que sus actos les resulten beneficiosos, a menos que lo hagan
llevados de impulsos generosos que los tornan en indiferentes para con
sus propios intereses. Por eso resulta ser el corazón tan importante
como la cabeza. Por el momento, con lo de «corazón» me refiero a la suma
total de impulsos bondadosos. Cuando tal sucede, la ciencia los
convierte en efectivos, pero si están ausentes, la ciencia sólo sirve
para que los hombres se comporten de manera ingeniosamente diabólica.
Con muy pocas excepciones, pudiera establecerse el
principio general de que cuando la gente se equivoca en lo que les
conviene, el camino que consideran acertado resulta ser más perjudicial
para sus intereses que el que realmente lo es. Son innúmeros los
ejemplos de quienes han hecho grandes fortunas sólo porque, a partir de
supuestos morales, hicieron algo que creyeron contrario a sus mismos
intereses. Por ejemplo, entre los primeros cuáqueros, había cierto
número de comerciantes que adoptaron la práctica de no pedir por su
mercancía más de lo que estaban dispuestos a aceptar, en lugar de
regatear con el cliente, como es de uso general. Adoptaron aquella
práctica porque creyeron que equivalía a mentir si pedían más de lo que
necesitaban. Pero esto resultó tan ventajoso para los clientes que todo
el mundo se precipitó a sus tiendas, con lo que terminaron por hacerse
ricos. (He olvidado en dónde lo leí, pero si mi memoria no me engaña,
trátase de una fuente confiable.) Obsérvese que pudiera haberse adoptado
la misma filosofía de venta partiendo de la astucia, aunque el hecho es
que ninguno de ellos era lo suficientemente astuto como para obrar así.
Nuestro subconsciente es más malévolo de lo que seríamos si nos lo
propusiéramos; por eso, la gente que más actúa en beneficio de sus
intereses son en la práctica aquellos que, partiendo de consideraciones
morales, hacen lo que creen que va en contra de esos mismos intereses.
Por la misma razón, es de suma importancia
preguntarse si existe algún procedimiento para fortalecer los impulsos
generosos que posee el ser humano. No me queda la menos duda de que su
fuerza o su debilidad dependen de causas fisiológicas aún por descubrir;
supongamos que se trata de las glándulas. De ser así, bien pudiera una
sociedad secreta internacional de fisiólogos aportarnos el anhelado
milenio mediante el rapto, en un solo día, de todos los gobernantes del
globo, a los que se les inyectaría cierta sustancia que los colmaría de
bondad y generosidad para con sus semejantes. De repente, Poincaré se
abrazaría con los mineros del Ruhr, Lord Curzon lo haría con los
nacionalistas hindúes, Smuts con los nativos de lo que fue el África
Suroccidental ale mana y el gobierno norteamericano con sus prisioneros y
víctimas políticas de Ellis Island [12].
Pero, desgraciadamente, primero deberían administrarse los fisiólogos
ese filtro amoroso ellos mismos porque, si no, pudiera suceder que
prefieran ganar fortunas y prebendas inyectando ferocidad militar a los
pobres reclutas. Con lo que regresamos al viejo dilema: sólo la bondad
puede salvar al mundo, y aunque supiéramos cómo producirla, no lo
haríamos a no ser que ya fuéramos buenos. Al fallar eso, parece que la
solución que los Houynhms adoptaron con los Yahoos, a saber, su
exterminio, es la única que queda en pie; es obvio que ya los Yahoos
comenzaron a aplicarla entre sí [13].
Todo lo cual puede resumirse en muy pocas palabras.
La ciencia no le ha proporcionado al hombre más autocontrol, más bondad
o más dominio para abandonar sus pasiones a la hora de tener que tomar
decisiones. Lo que ha hecho ha sido proporcionar a la sociedad más poder
para complacerse en sus pasiones colectivas, pero, al hacerse más
orgánica la sociedad, ha disminuido el papel que desempeñan en ella las
pasiones individuales. Las pasiones colectivas de los hombres en su
mayoría son malignas; con mucho, las más poderosas son el odio y la
rivalidad con otros grupos humanos. Por lo tanto, todo cuanto en la
actualidad le proporcione al hombre poder para complacerse en sus
pasiones colectivas es perjudicial. Tal es la razón por la que la
ciencia amenaza con causar la destrucción de nuestra civilización. La
única esperanza firme parece residir en la posibilidad de la dominación
mundial a manos de un conglomerado humano, por ejemplo, los Estados
Unidos, dominación que llevaría a la formación gradual de un gobierno
mundial económica y políticamente ordenado. Por más que, si se tiene
presente la esterilidad en que cayó el Imperio Romano, sería preferible
en definitiva el colapso de nuestra civilización.
Notas [de Juan Nuño]
1. Daedalus, or Science and Future, Londres,
Kegan Paul, 1923. Trátase de John Burdon Sanderson Haldane (1892-1964),
geneticista. Aunque estudió humanidades en Oxford, terminó trabajando
como bioquímico en Cambridge. Fue el primero en calcular, en 1932, la
frecuencia de mutación de un gen humano. Famoso por sus experimentos
(Asimov asegura que a veces de carácter terrorífico), incluso realizados
sobre sí mismo: pasó cuarenta y ocho horas en un minisubmarino para
probar si funcionaba determinado sistema de purificación; se sometió a
grados extremos de temperatura y de concentración de dióxido de carbono.
Comunista confeso desde 1930, y aunque más tarde abandonara el partido,
siguió siendo marxista convencido. De ahí, probablemente, su tendencia a
las visiones radiantes y optimistas sobre el futuro de la ciencia. [Volver].
2. No es una frase hueca;
téngase en cuenta que a sus cincuenta y dos años, ya Russell había
pasado por procesos electorales (se seguía presentando, con constancia
digna de mejores resultados, a la circunscripción de Chelsea),
expulsiones, persecuciones y hasta la cárcel. Para no mencionar su
frecuentación con los grandes políticos a consecuencia de sus relaciones
familiares. [Volver]
3. Agudeza y novedad de Bertrand
Russell; la tendencia de la época era a clasificarlas en físicas o en
biológicas, por cuanto operaban en forma prácticamente irreconciliable
ambos intentos de reduccionismo. Es decir, o Mach (y luego, Círculo de
Viena, que termina en el fisicalismo) o Bergson (y de ahí, Spengler,
Ortega y cuanto vitalismo se le! ocurriera). Pero hay más: Russell
acepta lo que muchos no aceptaban o ni siquiera tomaban en cuenta: la
especificidad de las ciencias humanas. [Volver].
4. No es exagerado decir que
aquí Russell se adelanta a las tesis fundamentales de la sociobiología
de Wilson, que subordinan el comportamiento colectivo y aun cultural de
todos los seres vivos a las condiciones y propósitos genéticos de base. [Volver].
5. Esto fue escrito quince años
antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, que fue cuando en
realidad se verificaron las proféticas palabras de Russell; durante la
Primera Guerra Mudial, la población civil sólo sufrió las consabidas
huidas y ocupaciones, pero los bombardeos masivos de la retaguardia
civil tuvieron su comienzo trágico con Guernica, que apenas si fue un
abreboca. [Volver].
6. Aquí a quien se adelanta Russell en cuando menos veinticinco años es a Burnham, Mills et alia. [Volver].
7. Quienes consideren démodé el
planteamiento de Russell sólo porque las famosas «siete hermanas» hace
mucho que se fusionaron en un cartel energético, deberían pensar en la
lucha existente en este momento (1986) entre los productores de petróleo
del mar del Norte y los de la OPEP.
En efecto, como afirma allí Bertrand Russell, lo que está en juego no
son únicamente los beneficios, sino ganarle al otro, aun sacrificando
intereses y beneficios, y si fuera posible, destruirlo a la larga, esto
es, sacarlo del mercado de petróleo. [Volver].
8. ¿Acaso no sigue siendo
políticamente impotente la Organización de las Naciones Unidas como lo
fuera en su día la Liga o Sociedad de las Naciones? Que se deba a lo que
apunta Russell (carencia de unidad económica) es algo que estaría por
ver. [Volver].
9. En todos los países citados
por Russell habían ocurrido o movimientos revolucionarios (Rusia,
Hungría, Baviera), seguidos de regímenes fuertes y represivos, o golpes
de estado de la derecha (Mussolini, en Italia; Primo de Rivera, en
España). En cuanto al juicio negativo «al este del Rhin», conviene tener
presente que Russell estaba de vuelta de su decepcionante viaje a la
Unión Soviética. [Volver].
10. Parece que aquí también vio
justo. Por un lado, uniformidad comunista y control de producción; por
otro, la reducción de las rivalidades políticas mundiales a dos grandes
potencias. Y sólo dos, aunque no precisamente en lo económico, en la
medida en que aún pueda hablarse de un Japón autónomo frente al Imperio
USA. [Volver].
11. Es exactamente lo que aplicó Huxley en su Brave New World, menos de diez años después. [Volver].
12. Por supuesto que todos son
ejemplos ceñidos a la época: el Presidente francés Raymond Poincaré se
enfrentó en la inmediata postguerra a una oleada de huelgas mineras como
consecuencia de la caída de la producción al finalizar el esfuerzo
bélico. Georges Nathaniel Curzon había sido virrey de la India a
comienzos de siglo y, para la época, era Ministro de Asuntos Exteriores
de Gran Bretaña e Irlanda; era un viejo político conservador nada
proclive a, conceder el más mínimo reclamo a los nacionalistas hindúes.
En cuanto a Jan Smuts, era a la sazón Primer Ministro (más tarde,
durante la Guerra , sería Presidente) de la Unión Sudafricana ; en su
condición de tal, se empeñó en anexar a la Unión la hasta entonces
colonia alemana del África sudoccidental (actual Namibia), que todavía
sigue siendo objeto de disputa por el mismo motivo. En cuanto a los
prisioneros «políticos» de Ellis Island, la célebre isla frente a Nueva
York en la que el gobierno norteamericano internaba a inmigrantes
ilegales y a deportados, conviene no olvidar que la política
inmigratoria de los Estados Unidos ya había comenzado a declinar y que,
en consecuencia, los primeros discriminados eran anarquistas y
socialistas; faltaba poco para la monstruosidad del proceso a Sacco y
Vanzetti. [Volver].
13. En su referencia a los célebres caballos humanizados de Swift, Bertrand Russell no es más mordaz que el autor de Viajes de Gulliver, limítase a registrar la ferocidad humana de los Yahoos contra sus propios semejantes. [Volver].
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